jueves, 22 de enero de 2009

RELACIÓN PROFESOR-ALUMNO


Relación profesor-alumno
Siempre he tenido muy claro que para desarrollar mi trabajo en la escuela, la relación profesor-alumno debería desterrar desde el primer momento la figura del “profesor-ogro”, del “profesor-hueso”, del “profesor-duro”, etc; que esta relación debería ser distendida, alegre, que hiciera olvidar al alumno las, a veces, dificultades de la asignatura, depositando en el profesor su confianza para vencerlas.
La táctica fue para mí, en un principio, siempre un poco teatral, gastando pequeñas bromas personalmente o al conjunto de la clase. Si tenía que dirigirme en serio para cualquier observación, en medio de la seriedad, siempre metía unas “morcillas” para desdramatizar el momento. Les decía, por ejemplo, que debían ser “buenas persianas” –por buenas personas- arrancando así sus sonrisas y ganándome su confianza. A veces, cuando me encuentro con algún antiguo alumno, me suelen comentar que “con usted nos lo pasábamos muy bien”, y a lo mejor me lo está diciendo un médico, un ingeniero, o un buen profesional… y no me da pena que me recuerden por eso. Pienso que ya es bastante dura una larga escolaridad como, para encima, hacérsela más difícil y complicada.
Opino, y no por esto creo estar en posesión de la verdad absoluta, que la relación de la que hablamos ha de ser más cercana a la de un buen padre que a la de un serio profesor. Los seres humanos estamos más inclinados al amor que al odio; más receptivos a un premio que a un castigo; más próximos al calor que al frío; más cerca de la actuación por convicción que por autoritarismo.
Recuerdo un ejemplo leído hace muchos años –escrito por J.Urteaga en uno de sus libros- que no me resisto a contarte, aunque te pido perdón por alargar un poco este spot de hoy. Tú, querido amigo que me lees, me sabrás perdonar.
“Has llegado del trabajo con un «buenas tardes” que suena a tormenta. El pequeñín de la casa te está espiando. A través de los titulares negros del periódico, con el que te ocultas, el pequeño adivina la cara de siempre. Él, en cambio, está contento. Desde que ha vuelto del colegio te está esperando para contarte la hazaña de esta tarde. ¡Si le hubieses visto ! Qué aplausos ha recibido de sus compañeros! ¡ Nadie lo hubiera podido hacer mejor! No tiene muy sujeta la imaginación. —De algo debe haberse enterado mi padre en la calle. Es muy posible, porque hasta mis compañeros venían comentándolo. ¿Será posible que lo sepa, y que esté disimulando? Pero tal vez no lo sepa, porque ha hecho lo de todos los días, entrar y coger el periódico. ¡Qué rabia! ¿Por qué no me dirá nada?
Y el chico ha decidido intervenir con un: ¡hum! Ha carraspeado mirando a un cuadro que está en el extremo opuesto al sillón donde se sienta su padre. Suavemente ha vuelto sus ojos sonrientes, pero... su padre sigue encerrado tras la puerta de papel de periódico.
—¿Y si llamara a la puerta? —y con el índice ha golpeado en las letras, con suavidad. Efectivamente la puerta se ha abierto. Pero su padre ha dicho: ¡Hola!, y la ha vuelto a cerrar. — ¿Sabes, papá, lo que he hecho esta tarde en el colegio? —ha gritado el chiquillo.
Y cuando ha comenzado a contar su hazaña con mucho movimiento de manos y pies, su padre le ha cortado sin interrumpir la lectura:
-¡No grites, que ya te oigo!
Y se ha hecho el silencio.
Si en ese momento el padre hubiera mirado a los ojos de su hijo, se hubiera enterado de lo que decían: ”¡No me oyes, no me oyes! Prefieres las letras gordas de papel a mi triunfo en el colegio!”
Y lentamente, sin dejar de mirar a su enemigo —el papel—, se ha retirado de espaldas hasta que ha alcanzado la puerta de su cuarto de juegos.
El chiquillo no es vengativo y olvidará pronto el desprecio de esta noche. Pero si los desaires se repiten con frecuencia, no pidáis al chico que os tenga al corriente de sus incidencias deportivas, ni mucho menos de las pequeñas curiosidades que, desde hace algún tiempo, intrigan en su imaginación. “

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