viernes, 9 de enero de 2009

HA LLEGADO UN ÁNGEL

Ha llegado un ángel

Corrían los últimos años de la década de los 60. Como cada día a las nueve de la mañana, en aquella escuelita a orillas del río Guadalimar, cuyo frescor y aroma tanto nos regalaba en los cálidos días del estío, me disponía a comenzar el duro trabajo de una escuela unitaria, cuando vi aparecer a un hombre curtido por el sol, con un niño de unos seis años en brazos. Al principio me extrañé, pues aquel chico, por mucho miedo que tuviera a su primer día de colegio, no era motivo para su padre lo llevara cargado.
- Aquí le traigo al Ángel, Don Pedro. Tendrá que tener paciencia con él pues, como ve usted, no puede andar; pero no se preocupe, es muy bueno y obediente. ¡Cuánto le voy a agradecer que me lo enseñe!
El resto de mis alumnos le hacían señas para llamar la atención de aquel niño que de sobra conocían:
-¡Ángel!, ¡Ángel!, siéntate aquí, a mi lado.¡Ven!
Al pequeño Ángel se le caía la cara de miedo, de vergüenza, casi se me arranca a llorar cuando el padre se marchó. Me acerqué a él, y lo acomodé al lado de aquél alumno que él mismo, con su mirada, había elegido. Cuando lo llevaba en brazos, en aquel corto trayecto, le dije al oído para que ninguno de los demás niños lo oyera:
-Ángel, tio grande, desde hoy eres mi alumno preferido y juntos nos vamos a divertir muchísimo.
Aquel niño lisiado me esbozó la primera sonrisa y comenzamos nuestra especial aventura.
Aparte de la enfermedad que le impedía caminar, el niño sufría una tremenda dislexia, y una tartamudez pronunciada, lo que le dificultaba enormente el aprendizaje. Pero Ángel era muy inteligente y, sobre todo muy trabajador, por lo que poco a poco fue avanzando en todos los órdenes. Uno de mis objetivos fue el de que no se sintiera distinto a los demás, el inculcarle que tarde o temprano, su enfermedad sería vencida y podría correr y hacer lo mismo que sus compañeros.
Jugaba de portero, en los partidillos del recreo, arrastrando sus miembros, con una agilidad prodigiosa.
Un día lo vi llegar con un aparatoso artilugio de hierro, que le mantenía las piernas separadas y con el que podía andar realizando un vaivén con las mismas. (Si me lees, amigo José María, tú que eres traumatólogo, me dirás de qué hablo, porque no recuerdo ahora mismo este mal). Lo cierto es que de portero, paso a ser defensa; de tener que ir a todos sitios a cuestas de alguien, a valerse por sus propios medios… Todo conseguido a base de su propia constancia, la de sus padres y la ayuda que entre todos le dábamos. ¡Nunca fue señalado, ni apartado, ni rechazado por su enfermedad! Al contrario, todos le queríamos mucho y es que Ángel hacía honor a su nombre y devolvía el doble del cariño que recibía.
Tuve que abandonar aquella escuelita, después de varios años en los que vi el desarrollo de aquella terrible enfermedad. Como se suele decir no daba “dos duros” por aquel jovencito… Pasados varios años volví por aquellos parajes para visitar a un familiar y, enseguida, mi sobrina me dijo:
-Tío, ¿te acuerdas de Ángel?
-¿Aquel niño que no podía andar? –le contesté.
- Sí, vive aquí al lado… se ha casado y tiene un niño precioso. Espera que le llame, se va a alegrar un montón.
Al rato apareció un joven apuesto, alto, moviéndose con toda soltura, que me dio un gran abrazo al tiempo que me decía:
- “Usted me enseñó que todo se puede alcanzar con el esfuerzo”, a lo que yo contesté:
- “Tú me enseñaste que también hay ángeles que en lugar de volar, se arrastran por el suelo sin perder la sonrisa.

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