lunes, 22 de diciembre de 2008


El Gordo y el Flaco
Supongo, querido amigo, que te has leído la entrada anterior referente al alumno superdotado. No tiene desperdicio. Pero ya sabes que yo prefiero explicarte las cosas a ras de suelo, con mis experiencias, mis anécdotas… Ciertamente uno no se encuentra a un superdotado “de película” cada dos por tres. Mozart, Newtom, Madame Curie, Einstein… no son casos que se dan frecuentemente, pero si es cierto y comprobado que un 2% de la población tiene un coeficiente intelectual superior a 130, lo que nos hace encontrarnos a los educadores con algunos de estos “cerebritos” con bastante frecuencia. ¿Y existen medios para tratar debidamente a estos niños? “Haberlos, háylos”, pero no al alcance del sistema. Desgraciadamente, la LOE actual y los anteriores sistemas han dado en “igualar” a los alumnos “por abajo”, incluso con una profusión de medios para aquéllos que están muy por debajo de la media, e ignorando –con todas sus letras- a los que también necesitan una “educación especial” porque, si ésta no se lleva a cabo, se perderán muchas mentes privilegiadas que podrían ser muy útiles para la sociedad. En este sentido, como profesional, lo he visto y comprobado en muchos de mis alumnos, que, bien por la desidia de los padres, bien porque no han tenido a mano el apoyo del sistema educativo, han echado a perder sus más preciadas expectativas de futuro.
Vienen ahora a mi mente dos alumnos –de los que dejan huella-, que casi corrobora todo lo que te he expuesto anteriormente. Roy era un alumno delgadito, que se empleaba con verdadera afición a la resolución en la clase de los ejercicios diarios. Dada su inteligencia, terminaba el primero y con vehemencia pedía la corrección de los mismos. En unos casos porque, terminado el trabajo, se aburría; en otros, porque le gustaba mostrar su superioridad ante los demás, a los que, con frecuencia solía ridiculizar. Era muy poco compañero y presumía de autosuficiente, hasta el punto que ni a mí mismo me escuchaba cuando la mayoría de las veces, aún admitiendo que sus ejercicios estaban bien resueltos en su resultado final, adolecían de algunos defectos, como limpieza, presentación, y lo que es más, el haber utilizado métodos inadecuados para alcanzar la solución. Nunca pude meterle en la cabeza que una simple ecuación podría resolver un problema, que a él le había costado dos o tres folios de pruebas inútiles, aunque al fin llegaba a dar con el resultado. Le llamaba cariñosamente “mi tortuguita” para contrarrestar su rapidez mental. Siempre le tenía preparados ejercicios de ampliación, para que no se aburriese, pero el muy “puñetero” no había forma de meterle un solo método de trabajo.
Era un fenómeno en Matemáticas y un desastre en lo demás. Así que no tuve más remedio que seleccionarlo para que se presentase a un certamen nacional de Matemáticas, que realiza anualmente una institución valenciana. Mi tortuguita iba a recibir una lección, que nunca olvidaría

Roy se presentó al Certamen de Matemáticas. Con lo desastre que era para la presentación de los trabajos, yo esperaba que a la primera de cambio lo echaran para atrás. Pero ¡que va!. Pasó sin problemas la primera fase y ya quedó seleccionado para optar a la fase nacional. La prueba siguiente se realizaría al cabo de un mes, con lo que dediqué una hora extraescolar para tratar de mejorar la presentación de sus trabajos y seguir insistiendo sobre los métodos de cálculo, que él hacía mentalmente o con lo que se ha venido en llamar “la cuenta de la vieja”. Sólo le faltaba al bribón –con cariño- contar con los dedos…
Llegó el día de la prueba y,¡oh casualidad!, tuvo que resolver un problema cuyas protagonistas eran dos tortugas. Un simple problema de móviles, que se resuelven con una sencilla ecuación de primer grado. Pero mi “tortuguita”, erre con erre, siguió con su cuenta de la vieja y echó todo el tiempo en este problema, dejando los otros cuatro sin resolver, por falta de tiempo. Ya en clase, y una vez le demostré que la ciencia está para algo, se convenció y adoptó una postura más humilde. Le dije: “Roy, no sólo hay que saber, sino llevar el camino adecuado para llegar a la sabiduria. En caso contrario, muchas veces te verás tirado en la cuneta.”
El caso del “gordo” era casi la antítesis de Roy. Su anatomía pícnica, su carácter afable, su manifiesta humildad, hacían de Ruy una persona encantadora. A veces te sentías ante él como ante un oso de peluche voluminoso al que dan ganas de abrazar. Quería a todos y se hacía querer por todos. Procedía de una familia muy humilde y de posición económica bastante precaria, por lo que siempre había que estar ayudándole con los libros de texto y resto del material.
No sólo destacaba por su inteligencia, sino, sobre todo, por su capacidad de trabajo. A diferencia de Roy, no sólo se le daban bien las ciencias sino todas las demás asignaturas. Incluso quería sacar sobresaliente en alguna que, dada su constitución física, era imposible que lo consiguiera. Me refiero a la Educación Física. Nunca se negaba a hacer ningún ejercicio, a pesar de que yo le dispensara de ello. Lo peor era el salto del plinto, del caballo… ¿Que no podía saltarlos? Pues se estrellaba contra ellos y se los llevaba por delante… pero no se arredraba por ello, siempre quería repetir…
Estuve en casa de Ruy. En su habitación apenas cabía su cama y una mesita, y en ella le instalé un viejo ordenador que ya no necesitaba y que le regalé… Uno de esos ordenadores que había que cargar el sistema con un disco blando de 5 ¼, y seguir cargando el resto de programas de la misma manera. Ruy se aficionó a la informática y realizaba sus trabajos con un pulcritud envidiable, y que yo tenía que sacarle después por mi impresora.
Muchos años después he visto a mi “gordo” bien colocado en la Administración, feliz y agradecido. Sólo me permití sugerirle un consejo: “Ruy, más tarde o más temprano, las personas honradas y trabajadoras como tú, acaban por triunfar”
Ruy y Roy, el “gordo y el flaco”, casos para reir o llorar… Así es la vida.

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