lunes, 29 de septiembre de 2008

Mis estudios


Ahora que está tan de actualidad la Enseñanza, mira por donde, querido amigo, me ha tocado hablar de mis estudios. Ya te he dicho que pasé el examen de ingreso y, desde ese momento, soy ante mis paisanos un nuevo “estudiante”. He de decirte, en primer lugar, que al haber un solo instituto en la provincia los estudiantes “humildes” teníamos que hacerlo por “libre”, es decir, preparar todas las asignaturas en las academias del pueblo e irnos a examinar a la capital en los días asignados. Son muchas cosas las que hay que contar por lo que tendré que tener cuidado para aclararme y no hacerte un galimatías, si es que no viviste en aquellos tiempos. Trataré de ser lo más sistemático que pueda.

Las clases

Se desarrollaban en la academia que en mis tiempos estaba regentada por Don Nicolás López y por Don José Luque, estando las clases de Latín y Religión a cargo del cura Párroco. Durante dos o tres horas a partir de las cinco de la tarde, teníamos que “dar la lección” al maestro, es decir, rendir cuenta del trabajo que realizábamos en casa durante todo el día, y que el día anterior se nos había encomendado. Si no te sabías la lección, entraba dentro de lo posible que te quedases en la academia hasta que te la aprendieses… Lo que sí hacíamos todos los días era, aparte de los ejercicios de matemáticas correspondientes, un dictado y un análisis morfológico y sintáctico. A este respecto recuerdo una anécdota un tanto simpática: El maestro tenía la costumbre de hacer el dictado utilizando el mismo libro, “El Quijote”, con lo que, de paso, nos aficionábamos a su lectura posterior. Un día tocó hacer el dictado de un párrafo que comenzaba así :–lo tengo presente en mi memoria, pues se repitió durante varios días- “ Detente ladrón, malandrín, follón, que no te han de valer tus artimañas…”, etc… Al oír los alumnos la palabra “follón” montábamos un cierto barullo, con sonrisas y murmullos, sin que el maestro lo advirtiera. Al día siguiente, alguien puso una señal en aquella página para que el maestro repitiera el mismo dictado, como así fue, produciendose el mismo resultado jocoso en el alumnado. Después de varios día sin que el maestro se diese cuenta, aunque éste ya advertía algo raro, comenzó el dictado con el mismo párrafo: “Detente ladrón, malandrín, que no te han de valer tus artimañas…”, evitando pronunciar la palabra que generaba el alboroto diario. Se hizo un gran silencio, cuando uno de mis amigos dijo en voz alta :” Don Nicolás, se ha saltado usted una palabra…” Éste, que ya había tomado conciencia del caso, le dijo de todo a aquel niño, terminando con la consabida coletilla, que tanto temíamos todos: “¡Se va a enterar tu padre de lo gamberro que tú eres!” Y si el padre se enteraba, menuda le esperaba…

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